Por el Rabino Joshua Kullock, Uno de los motivos que particularmente más me interesan en la descripción de las vidas de nuestros patriarcas, es la manera en que la Torá nos va mostrando cómo van cambiando conforme van creciendo. Es así que vemos las enormes diferencias entre un primer Abraham que pacta con Ds en base a regalías físicas y materiales (descendencia y tierra propia), y un Abraham dispuesto a renunciar a todo eso por amor al vínculo trascendente que lo unía con el Santo Bendito Sea. Y así como ocurre con Abraham, también ocurre algo similar con su nieto Iaacov. La Torá nos regala muchas caras y aristas de este personaje tan complejo, quien supo habitar tiendas (Gén. 25:27) pero también salir de ellas para mover las piedras que permitan abrevar a las ovejas de Rajel (Gén. 29:10). Iaacov fue el maestro del engaño (Gén. 27) solo para ser engañado más tarde por su suegro (Gén. 29), y fue odiado por su hermano (Gén. 27:41) para reconciliarse con él muchos años más tarde (Gén. 33:4). Todos estos antagonismos se reflejan en los nombres que va a recibir nuestro patriarca: Iaacov, quien se aferra al tobillo ajeno y quien vive una vida de engaños y mentiras (Gén. 25:26; 27:36; Jer. 9:3; Os. 12:3); e Israel, aquel que puede finalmente dejar de escapar para enfrentarse tanto a Ds como a su propia esencia y prevalecer (Gén. 32:29). Justamente sobre este último aspecto, es decir, la posibilidad de dejar de escapar de uno mismo para enfrentarse a los desafíos que nos plantea la vida, es que me quiero referir aprovechando este espacio de estudio compartido. En la noche que posiblemente fue la más importante de su vida, Iaacov tuvo que decidir contra quién luchar. De un lado, tenía a su hermano Esav, que lo esperaba con un nutrido ejército. Del otro, se encontraba su propia soledad, junto al profundo silencio que, cuando nos damos la oportunidad de escucharlo, nos enfrenta con aquellas preguntas últimas a las que muchas veces preferimos no prestar atención. Y en esa noche tan importante, Iaacov finalmente decidió escucharse a sí mismo. Y al escucharse, se encontró. Y al encontrarse, luchó. Pero la lucha de Iaacov se vuelve paradigmática y significativa también en nuestros días. Porque si algo aprendió Iaacov esa noche fue que enfrentarse no significa declarar guerras ni oprimir al otro. Iaacov aprendió que enfrentarse significar hacer preguntas, confrontar aquellos planteos que no nos convencen; dar lugar a que nuestra razón nos impida aceptar el yugo de lo ilógico, de lo dogmático, o de lo amoral. Iaacov aprendió, a fin de cuentas, que el reconocimiento propio no puede disociarse de llamar al otro a un diálogo fraterno, que muchas veces comienza con la pregunta: “¿Cómo te llamas?” Es posiblemente por eso que, sólo en el momento en que Iaacov pregunta por el nombre del misterioso ser con el que se enfrenta, él mismo accede finalmente a su propio nombre. Y ese nombre, Israel, ha marcado nuestra vida como pueblo. Porque es a partir de ser Israel que podemos reconocernos y reconciliarnos con el otro, invitando a nuestros prójimos a hacer juntos Tikún. Shabat shalom, |
PARASHAT HASHAVÚA: VAISHLAJ
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